Carta Pastoral «Bautizados para ser peregrinos de esperanza»
08/10/24
Hemos iniciado un curso pastoral que amanece como una nueva oportunidad que Dios nos da para seguir su llamada, para renovar nuestro compromiso con la misión que nos ha confiado y para abrirnos a las nuevas formas en que su Espíritu Santo quiere obrar entre nosotros. Al igual que el apóstol Pablo escribió en su carta a los Filipenses, olvidamos lo que queda atrás y nos lanzamos hacia lo que está por delante, corriendo hacia la meta para obtener el premio al cual nos llama Dios desde arriba en Cristo Jesús (cf. Flp 3, 13-14).
Este curso que comenzamos es una nueva oportunidad para caminar juntos formando un solo cuerpo en Cristo. La tarea que tenemos por delante requiere de todos, con nuestros dones, nuestras oraciones y nuestro amor mutuo. Como nos recuerda el apóstol Pedro, cada uno ha recibido un don especial y lo debemos poner al servicio de los demás como “buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1 Pe 4,10). Esta verdad es la que inspira nuestro trabajo y nos mantiene unidos en la misión para ser luz en nuestro entorno y llevar el amor de Dios a quienes más lo necesitan.
En esta etapa queremos entrelazar varios elementos:
- Acompañar el proceso sinodal en el que se encuentra la Iglesia universal. Lo haremos con la oración, la participación, la reflexión y el seguimiento cordial de cuanto acontece.
- Vivir un Año Jubilar es una oportunidad para profundizar en la fe, participar más intensamente en los sacramentos, especialmente la Confesión y la Eucaristía, y realizar obras de misericordia. El tema que el Papa Francisco ha propuesto para este Jubileo es “Peregrinos de Esperanza”. Subraya la importancia de la esperanza en la vida cristiana y nuestro papel como peregrinos en camino hacia la plenitud de la vida en Cristo.
- Continuar el camino pastoral que iniciamos el año pasado. Comenzamos tomando conciencia de nuestro bautismo y este curso nos detendremos en la vocación del laicado en la vida de la Iglesia como fruto de ese sacramento.
Estos son los elementos que iremos imbricando y que invito a ser tenidos en cuenta en toda la actividad pastoral de nuestra Archidiócesis.
Las vicarías, delegaciones, arciprestazgos, parroquias, movimientos y realidades eclesiales están invitadas a dialogar, ayudarse y acoger las líneas y las ofertas celebrativas y formativas que se desplieguen para todos. No pretenden ser muchas, pero sí animo a servirnos de ellas para ahondar en nuestro sentir con esta Iglesia que camina en Madrid.
I. Punto de partida: el cambio de época en el que nos movemos.
Vivimos un momento histórico muy especial. El Papa Francisco habla de “cambio de época”, no simplemente de un cambio de algunas cosas. Ya vivimos en un tiempo de cambio en el que se juega la cultura que se desarrollará, el pensamiento que nos animará, las claves que nos sostendrán.
Desde Galileo no hemos asistido a un momento similar. Por eso hemos de aprender a situarnos en estado permanente de conversión y de esperanza, al ritmo que estas transformaciones demandan.
Además, en nuestro mundo globalizado, las guerras y los conflictos bélicos son realidades a las que no podemos dar la espalda ni adormecer nuestra atención pensando que no tienen nada que ver con nosotros. Exigen nuestra mirada creyente y nuestra escucha atenta al clamor de las víctimas y quienes siempre pierden en estos conflictos.
Evangelii gaudium aporta dos claves fundamentales que nos ayudan a afrontar este tiempo con profundidad y serena entereza:
a) La actitud de continua conversión, asumida desde el ejercicio del discernimiento personal, comunitario y eclesial. La conversión es un don que hay que pedir a Dios. Supone la transformación de cada persona y del mundo con el que se relaciona. Es un proceso largo y delicado, conlleva un cambio de dirección adonde dirigir la mirada y el sentido último y trascendente de la vida. Si es auténtica, alienta la imaginación y es capaz de expresarse en signos y hechos concretos.
b) Promover y afianzar comunidades cristianas significativas, que vivan intensamente la comunión y que sean guías y faros para aprender a ser discípulos misioneros en medio de nuestro mundo. Eso solo lo lograremos acogiendo una honda espiritualidad que nos haga experimentar el paso de Dios por nuestra “historia de salvación”. Así aprenderemos a hacer una lectura creyente de la realidad y a vislumbrar cómo Dios camina en medio de su Pueblo, en esta historia concreta, detectando cómo el Señor cuenta con nosotros a cada paso.
Ciertamente, toda situación de cambio genera incertidumbre y crisis, nos repliega, nos escora y encierra en nosotros mismos, en aquello que nos otorga seguridad. Cuando este temor lo vivimos en el seno de la Iglesia nos hace autorreferenciales y pendientes de justificarnos a nosotros mismos, a nuestras formas y estructuras. Tendemos a no estar suficientemente abiertos y sensibles ante lo que el Señor nos presenta y ante los nuevos retos y desafíos que la Iglesia tiene que afrontar para ser fiel a su misión. Se trata, desde luego, de no desvirtuar lo esencial, pero también de estar abiertos a un futuro que igualmente es tiempo de Dios. En el fondo se trata de la sabia actitud del escriba convertido que, como el padre de familia, “va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo” (Mt 13,52).
II. Actitudes que nos impiden avanzar.
Cuando el cambio y la crisis llaman a la puerta aparecen algunas actitudes peligrosas que debemos saber detectar interponiendo caminos de conversión personal y comunitaria. Ya se detectaron algunas y las hemos venido considerando estos últimos años: la falta de vivencia de lo teologal, el relativismo, la falta de sinodalidad, la frágil experiencia de la diocesaneidad, la fragmentación y la polarización o la falta de compromiso con la justicia social.
Me permito señalar algunas más apremiantes que tendremos que trabajar con más intensidad para detectarlas, nombrar sus consecuencias y ponerlas bajo la experiencia de la conversión.
Desde luego nada será posible sin volver a lo esencial: experimentar con gozo la salvación de Dios que nos regala Jesucristo y que tenemos que vivir en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo a través del cultivo de la fe, la esperanza y la caridad.
Desde ahí, debemos combatir la actitud del individualismo que rompe el “nosotros” eclesial, que es más rico, grande y diverso que cada uno de nosotros. Ante los cambios, podremos encerrarnos con los que piensan como nosotros, en justificar “nuestras formas y puntos de vista” y no dejar que entren en juego los demás, y el discernimiento comunitario y eclesial. Esta actitud ahoga la acción del Espíritu Santo, nos encierra y nos hace vivir ensimismados, como jueces de todo.
Lo mismo se puede decir de la autorreferencialidad de la que tanto habla el Papa. Es la tendencia a centrarse exclusivamente en sí, en los problemas internos, en debates abstractos y fuertemente ideologizados, pero sin mirar hacia afuera, hacia el mundo, sus dolores, anhelos y necesidades. Esto puede llevar a que la Iglesia pierda el sentido de la misión y deje de ser levadura en la masa y testimonio vivo y creíble de Dios en el mundo.
Tampoco ayuda la actitud del pesimismo, del no aprender a leer el paso de Dios por medio de su pueblo y de nuestra sociedad. Necesitamos vigías y comunidades que aprendan a mirar por ventanas abiertas a la esperanza para detectar y celebrar las señales de Dios en nuestro mundo. El pesimismo lleva como pasajero a la falta de alegría y de entusiasmo.
La falta de disponibilidad rompe la misión y enlentece el ritmo al caminar juntos. El miedo o el cansancio nos pueden cerrar el corazón a la esperanza y hace complicado escuchar y, aún más, responder. En definitiva, nos aleja de Jesús, que siempre estuvo a disposición de todos sin excepción. Así, el discípulo verdaderamente comprometido con su fe, bebe del bautismo y está siempre disponible para la misión, para el servicio por fatigoso que resulte, y para responder a la voluntad de Dios sin excusas ni dilaciones. Esta disponibilidad se abre generosamente a las exigencias nuevas que surgen, a las urgencias misioneras, a las llamadas nuevas que Dios nos señala y a las que, entre todos, debemos responder.
La superficialidad espiritual es la tentación de desplegar una práctica de la fe que es rutinaria, sin comunidad, sin profundidad, que no conduce a una verdadera conversión o crecimiento espiritual. Vivir así provoca una fe hueca y vivida en una comunidad que no está realmente transformada por el Evangelio. Así desvirtuamos la misión y el testimonio mismo.
Finalmente, me referiré al miedo al cambio y a nuestro mundo. Implica desplegar una visión negativa y defensiva hacia la cultura moderna y los avances de la ciencia, la tecnología o los derechos humanos, encasillando todo lo que es nuevo como una amenaza a la fe. El miedo es lo contrario a la fe (cf. Mt 8, 26) y provoca el repliegue y la paralización. Nos predispone a una actitud de condena, en vez de al diálogo y a la evangelización. Aleja a la Iglesia de las personas que tendríamos que acoger y puede llevarnos a perder credibilidad justo en el contexto que estamos llamados a evangelizar.
III. La buena disposición.
Dios nos sigue llamando desde el don de nuestro bautismo. Volver a la fuente bautismal y mantener la mirada fija en Jesús, escuchando su llamada a través de esta historia concreta que compartimos y a la que somos enviados, nos permite encarar todos los desafíos de la evangelización.
Este será siempre nuestro punto de partida. Fijar y asentar nuestra vida en Él para volver ahora a escuchar la llamada a participar en su Iglesia y expresarlo en una comunidad concreta. Él es quien nos incorpora a la Iglesia, en el seno de la comunidad diocesana, con sus personas, sus instituciones, sus dificultades y sus horizontes. Y nos anima permanentemente a participar del don de su Iglesia en una comunidad cristiana determinada.
Responder con la confianza de la fe. El Espíritu nos ha puesto a cada uno en un lugar y en una comunidad que interactúa con las demás. Es ese Espíritu el que ha regalado sus dones a cada uno para que sirvan al bien de todos. No se trata de que se pongan al servicio de los más cercanos o de los de “mi entorno”. Son para toda la Iglesia habitada por su Espíritu. Lo que nos une es siempre más relevante que las diferencias eclesiales y carismáticas.
La sinodalidad es la hoja de ruta, la esperanza a la que el año jubilar nos convoca es el motor que nos mueve y el desarrollo de la vocación recibida en el bautismo el camino.
Debemos poner a nuestra Iglesia diocesana al servicio de nuestro mundo actual y en dialogo con él mediante el reto ilusionante de sembrar, aunque sea solo las semillas, de la civilización del amor que edifique nuestra ciudad. Una siembra que sólo podemos hacer desde el testimonio personal y de comunidades que lo vivan y hagan germinar el amor y la amabilidad social en nuestros barrios y pueblos.
Tenemos que atrevernos a activar ese dinamismo que viene del Espíritu Santo y que ya está en la vida de la Iglesia. Es esa fuerza que ya está operando, que bebe de la experiencia de Dios y se traduce en compasión hacia los más empobrecidos. Se trata de dejarnos llevar por la urgencia de la misión a la que imperativamente nos llama el Señor, a fin de que todos puedan conocer a Jesucristo, tener un encuentro personal con Él y descubrir la dignidad que nos confiere.
Poner nuestra Iglesia diocesana en estado permanente de misión. No solo somos dispensadores de servicios o generadores de eventos. El discernimiento comunitario nos ayudará a encontrar respuestas nuevas y creativas a una misión con desafíos cambiantes. Sabemos que no sustituimos a Cristo, sino que lo anunciamos para fomentar un encuentro personal con él. Siempre él estuvo antes de que nosotros llegásemos a presentarlo. Ayudemos a reconocer a Cristo ya presente en nuestro mundo; así podremos recoger el eco de su presencia y reconociéndole, salir fortalecidos del encuentro con Él.
Pongámonos a la escucha y renovemos la vocación a la que hemos sido convocados. Nadie debe quedar fuera de esta llamada.
IV. Para ello os ofrezco varias líneas prácticas de actuación.
Pistas para estudiar cómo planificarlas o asumirlas a lo largo de este curso:
1.- Planificar en cada espacio eclesial, parroquia o comunidad cristiana, cómo acoger cada una de las tres líneas propuestas y desplegadas en el calendario diocesano al que os invito a sumaros y darle acogida.
2.- Promover una reflexión seria mediante catequesis o líneas de predicación insistentes sobre la identidad del laicado desde la clave vocacional y relacional del mismo. Para ello puede ayudar los materiales que os presento y la acogida del catecumenado de adultos para la iniciación y la revitalización de la vida cristiana.
3.- Renovar, impulsar y desarrollar los órganos y espa
cios sinodales de nuestra Iglesia desde los diversos consejos y espacios de participación y corresponsabilidad. La revitalización desde dentro de los consejos pastorales, en concreto, será una meta a desarrollar.
4.- Escuchar juntos la llamada a la misión a la que el Seños nos convoca. Para ello acogeremos la Palabra de Dios y escrutaremos los signos de los tiempos de la realidad que nos toca vivir, especialmente la de los más necesitados. La misericordia y el discernimiento comunitario serán las mejores herramientas para transformar misionalmente nuestros entornos.
V. En conclusión: un año para ser peregrinos de esperanza como pueblo en marcha.
El Papa Francisco ha convocado un Jubileo para el año 2025 con el lema “La esperanza no defrauda” [1] tomado de la Carta de san Pablo a los Romanos (Rom 5,5). En la Bula de convocatoria, dirigida a todas las personas, para que “cuantos lean esta carta la esperanza les colme el corazón”, nos anima a escrutar los signos de los tiempos que hay a nuestro alrededor. También invita a las comunidades cristianas a trazar nuevos “caminos de esperanza” y a “abrir puertas a la esperanza”, sobre todo a quienes las encuentran cerradas y tienen muchas razones para desesperar. El Papa nos convoca a “vivir en la esperanza” siendo signo tangible para todas las situaciones que se han despersonalizado y conducen a la desesperación.
La constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual se inicia con estas palabras: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristeza y angustias de los discípulos de Cristo. […] La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1). De ahí que “la esperanza sea como el aire que respira el cristiano”.[2]
Cualquier gesto humano, por pequeño que sea, puede ser capaz de cambiar su efecto y multiplicar su eficacia. “El Reino de Dios se parece a un grano de mostaza o a la levadura” (cf. Mt 13, 31 ss.). Ambos evocan lo pequeño y lo sencillo, pero al mismo tiempo, potente, eficaz y multiplicador. Necesitamos personas y gestos que transformen el ambiente social, cultural y, a la larga, también el político. Tenemos muchos ejemplos a nuestro alrededor: madres que se desviven por sus hijos, jóvenes voluntarios en múltiples tareas, hombres y mujeres comprometidos con el cuidado de la casa común, docentes empeñados en dar lo mejor de sí mismo a las futuras generaciones, personal sanitario que atiende con profesionalidad y cariño, misioneros que en todos los rincones del mundo desgastan su vida para que otros la ganen, comunidades que evangelizan y sanan, ancianos que testimonian su fe y su experiencia vital, etc.
En este sentido resulta muy clarificadora la encíclica Spe salvi donde Benedicto XVI invita al discernimiento entre la “gran esperanza” que es Dios y las “pequeñas esperanzas” que constituyen señales, a veces confusas, a veces poco persistentes, pero siempre estimulantes que alivian la subida a Jerusalén. Una comunidad cristiana sólo podrá dar razón de su esperanza (1Pe 3, 15) y avivarla en su entorno si ella misma la mantiene en su seno y la hace visible a los demás. También entre nosotros se ha debilitado la virtud de la esperanza y se han multiplicado los miedos. Por eso hay que volver a lo esencial.
El origen y el término de las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) es Dios mismo. De ahí que, como señala el Papa, la primera razón de nuestra esperanza es la afirmación: “Creo en la vida eterna”. Es como echar el ancla a la otra orilla. A ello se suma que “Cristo murió, fue sepultado, resucitó y se apareció”; en definitiva, que atravesó el drama de la muerte y es primicia para la salvación humana. Por su gracia, comunicada en el bautismo y celebrada en comunidad, “la vida no termina, sino que se transforma”. Por eso, el rito de la apertura de la “Puerta Santa” con la que se inaugurará el Año Jubilar en Roma expresa el deseo de adentrarnos en esa vivencia gozosa de Dios.
Solo desde la experiencia de un Dios capaz de resucitar muertos y perdonar lo imperdonable se comprende la invitación a contemplar nuestro mundo con esperanza. Es preciso partir de que la esperanza cristiana es un regalo que hay que pedir y, tanto en cuanto procede de Dios, es absolutamente gratuita e inverificable y siempre más grande que nosotros y que nuestras expectativas. Por eso provoca en nosotros asombro y admiración más allá de los negros nubarrones que a veces la pueden ensombrecen por doquier.
Con el Papa Francisco, pedimos a Dios la paz para todas las guerras del mundo, la ilusión de vivir para estar abiertos a trasmitir la vida mediante la maternidad y la paternidad responsables, la capacidad de dialogar y entendernos para alcanzar una “alianza social para la esperanza” que trabaje por un futuro mejor y sea esperanza para tantas personas desesperadas[3]. En efecto, nunca podremos olvidar que si “el Señor no olvida el grito de los pobres” (Sal 9,13), su Iglesia no puede actuar “como si los pobres no existieran” (EG 80).
Os invito a participar a lo largo de este nuevo curso en todos los encuentros programados para el Año Jubilar siendo peregrinos y testigos de la virtud teologal de la Esperanza. Que la experiencia de Dios vivida por medio de su acción amorosa nos dé la entrañable gracia divina que discretamente presiona para que realicemos su sueño, mientras otorga un horizonte infinito a la vida del ser humano y pone por meta y término a Dios mismo. Por eso, donde no hay esperanza no puede haber religión: “Él es nuestra esperanza” (Col 1,27).
En un mundo en guerras, donde la locura de los conflictos bélicos convive con la indiferencia de muchos, la esperanza hecha tarea “la más humilde de las virtudes”, es virtud de niños, profetas y poetas. Hoy, cuando se agotan nuestros esfuerzos voluntaristas y el miedo acampa, gritamos con Pedro: “¡Señor, sálvame!” (Mt 14,30). Solo con su ayuda y de la mano de la fe y de la caridad, podremos por pura gracia ser “engendrados a una esperanza viva” (1P 1,3) y rebosante de alegría” (Cf. 1P 1,6).
Con María, la mujer que creyó y esperó contra toda esperanza, nos ponemos al lado y del lado de Dios. Creemos a pies juntillas que Él lo puede todo (cf. Lc 18,27). “En la Madre de Dios encuentra la esperanza su testimonio más alto”[4]. Un curso más proclamamos con humildad la frase que nos sosiega: “Sé de quién me he fiado” (2Tim 1,12). Nos ponemos bajo el manto de Nuestra Señora de la Almudena para invocar su protección maternal sumándonos a la oración del Papa para pedir que “la gracia del Jubileo reavive en nosotros, peregrinos de esperanza, el anhelo de los bienes celestiales y derrame en el mundo entero la alegría y la paz de nuestro Redentor”.
Hermanos y hermanas, que sepamos acoger la bendición de Dios y que su presencia continua acompañe nuestra marcha. ¡Feliz curso pastoral!
+ José Cobo Cano
Cardenal arzobispo de Madrid